Teorías del desarrollo a principios del siglo XXI
por:Amartya Sen
por:Amartya Sen
La evolución de las ideas no sigue el curso de los siglos. Es más, en el transcurso del siglo XX hemos presenciado cambios radicales en lo que a teoría del desarrollo se refiere. Ni siquiera es indispensable definir los siglos de acuerdo con la clasificación del calendario, de cero a noventa y nueve. En su célebre discurso del 8 de mayo de 1942, Henry Wallace afirmaba que “el siglo que estamos por vivir puede y debe ser el siglo del hombre corriente”, pero no hablaba del siglo XX o del XXI. El hecho conocido de que nos hallamos en los años postreros del siglo XX no significa que éste sea necesariamente tiempo de revisión; y esto es igualmente válido para la propuesta de reevaluación de nuestra teoría del desarrollo.
Y a pesar de todo, la coyuntura actual nos proporciona un momento idóneo para replantear la cuestión, por lo que la tarea que me ha sido asignada me parece muy apropiada. Desde que surgiera por vez primera la cuestión del “desarrollo” al término de la segunda guerra mundial, han tenido lugar muchos cambios tanto en el ámbito de la experiencia como en el de la teoría del desarrollo. Algunos sucesos recientes han justificado el replanteamiento, evaluación o revisión de nuestras primeras observaciones acerca de la naturaleza del desarrollo económico y social. Las conclusiones que extrajimos entonces nos conducen ahora a nuevas reflexiones. Este es un momento tan bueno como cualquier otro para preguntarnos qué dirección está tomando la teoría del desarrollo.
La experiencia y sus enseñanzas
En el mundo de la posguerra se dieron “experiencias de desarrollo” muy notables y variadas, entre las que cabe destacar las siguientes:
- La acelerada reconstrucción postbélica de Alemania y Japón, que emergen como nuevos líderes de la economía mundial.
- El crecimiento económico sin precedentes de Europa y Norteamérica, seguido de una desaceleración que se tradujo, especialmente en Europa, en un aumento sostenido de las tasas de desempleo.
- La creación del ‘Estado de bienestar’, partiendo de Europa, con grandes repercusiones tanto en la calidad de vida como en la carga financiera que debía soportar el Estado.
- El advenimiento de Asia oriental como región de extraordinario crecimiento económico con un notable desarrollo social y equidad comparativa.
- La rápida expansión económica experimentada en algunas partes de América Latina, sin que se produjera una reducción proporcional de la pobreza.
- Las crisis económicas padecidas en la Unión Soviética y Europa oriental, cuyas reformas acentuaron el declive existente.
- La rápida transformación de la economía china mediante el recurso al comercio y los mercados aunque sin poner en marcha reformas en gran escala.
- La eliminación de la dependencia alimenticia de muchos países del tercer mundo, incluida Asia meridional.
- La agudización de las hambrunas en Africa al Sur del Sahara, a la vez que se producía una reducción de las mismas en otros países como India o China después de 1962.
- El aumento extraordinario del volumen del comercio internacional y el flujo de capitales a escala mundial.
- La expansión sostenida de la longevidad en buena parte del mundo, que se incrementó rápidamente tanto en regiones de alto crecimiento económico (Corea del Sur, Taiwan y Hong Kong) como en zonas de menor desarrollo económico (Costa Rica, Sri Lanka, la China anterior a la reforma, y el estado indio de Kerala).
Aunque no podamos analizar aquí cada uno de los fenómenos citados, no faltan sin duda experiencias concretas y diversas, de las cuales extraer algunas enseñanzas. Así, la teoría del desarrollo evolucionaba ya sea obedeciendo a su propia dinámica interna, o en respuesta directa a observaciones empíricas. En todo caso, no se puede negar que nuestra comprensión de los procesos de desarrollo es mucho más completa ahora que hace cincuenta años.
Sin embargo, a la vez que perfeccionábamos nuestra comprensión del desarrollo, adoptamos algunas generalizaciones sesgadas y demasiado simplistas. Existen supuestas “enseñanzas” cuya validez reside más bien en el empleo de información selectiva (y, en ocasiones, en la fuerza de su enunciado) que en un examen crítico de las mismas.
Un buen ejemplo de ello es la aseveración, bastante generalizada, de que las experiencias de desarrollo han demostrado la irracionalidad del intervencionismo estatal en contraste con las virtudes incuestionables de la economía pura de mercado, y de que el requisito indispensable para el desarrollo es el paso de “la planificación (económica) al mercado”. Es indudable que la experiencia observada en muchos países ha puesto de relieve la extraordinaria fuerza del mercado, los numerosos beneficios que puede reportar el intercambio entre diferentes naciones (así como dentro de las mismas), y los desastres que suelen resultar del cierre de los mercados, en vez de obtenerse la equidad ideal (equidad que suele esgrimirse como razón de tal cierre) . Pero el hecho de reconocer las virtudes del mercado no debe inducimos a ignorar las posibilidades, así como los logros ya constatados, del Estado, o por el contrario, considerar al mercado como factor de éxito, independiente de toda política gubernamental .
De hecho, muchos países de Europa occidental han logrado proveer una amplia seguridad social, cubriendo tanto la educación pública como la atención de la salud, por vías hasta entonces desconocidas en el resto del mundo; en Japón y Asia oriental, el gobierno ha tomado las riendas en la transformación de su economía y su sociedad; la educación y la atención de la salud han desempeñado un papel central en los cambios sociales y económicos del mundo entero (y bastante espectacular en el caso del este y el sudeste asiático); y la formulación de políticas pragmáticas se ha inspirado tanto en instituciones del Estado y/o del mercado como en organismos que no responden a ninguna de estas categorías, como son las llamadas organizaciones comunitarias .
Si bien puede constituir un error fomentar la hiperactividad y el intervencionismo del Estado (tenemos muchos ejemplos que así lo demuestran), un gobierno, por el contrario, inactivo u ocioso puede resultar igualmente pernicioso (también disponemos de numerosos ejemplos a este respecto). Más aún, podemos hallar casos que confirman esta impresión dentro de un mismo país. Tomemos como ejemplo la planificación económica de la India, que el autor ha podido analizar recientemente (ver Drèze y Sen, 1995) y que ilustra perfectamente el fracaso de ambas posturas: la tremenda hiperactividad que se desarrolló para controlar el sector industrial, minando los beneficios derivados del comercio y desincentivando la competitividad; y la ociosidad soporífera desplegada en el ámbito de la enseñanza, la atención de la salud, la seguridad social, la equidad en materia de género y la reforma agraria. La capacidad que ha demostrado tener la India para derrotar al unísono a Escila y Caribdis hubiera dejado a Ulises atónito.
Podemos aprender mucho de lo que ha sucedido en el mundo y de lo que, siendo por todos anhelado, nunca llegó a suceder. Y si bien es necesario matizar las generalizaciones existentes, no sería conveniente presentar nuestras conclusiones en términos de “confrontación” entre el mercado y el Estado.
¿Sangre, sudor y lágrimas?
Aquí abordaremos la cuestión de forma distinta, desterrando nociones antitéticas ya “clásicas” tales como la de Estado versus mercado o planificación versus rentabilidad, independientemente de cuán dogmática sea nuestra concepción del desarrollo. Por un lado, nos encontramos con la concepción del desarrollo como proceso inherentemente “cruel”, basado en unos principios morales que podrían resumirse, parafraseando a un conmovedor Winston Churchill, en ‘sangre, sudor y lágrimas’. Dado que vivimos en la era de las siglas, nos tomaremos la libertad de llamar a ésta la concepción BLAST del desarrollo. Y trataremos de mostrar los giros -asombrosamente distintos entre sí- que ha llegado a adoptar este enfoque.
Esta concepción contrasta vivamente con aquélla que considera el desarrollo como un proceso esencialmente amigable, donde se destaca la cooperación entre los individuos y para con uno mismo, pudiéndose reducir a la estrofa de los Beatles: “Saldremos adelante con una ayudita de los amigos”. Por ‘ayudita’ puede entenderse, por un lado, la interdependencia característica del mercado (interdependencia que Adam Smith ilustraba en su paradigma de “ganancias mutuas” a través del intercambio entre carnicero, cervecero y panadero); por otra parte, los servicios públicos, capaces de fomentar la cooperación entre y para los individuos, en referencia a los cuales Adam Smith señalaba: “A un costo mínimo, el (sector) público puede proporcionar, estimular e incluso imponer al conjunto de la población ciertos elementos básicos de la educación más elemental” . Usaré la sigla GALA del inglés, (getting by, with a little assistance) para comparar esta interpretación del desarrollo con la ya mencionada concepción BLAST.
Antes de proseguir, he aquí una serie de advertencias y calificaciones. En primer lugar, tanto BLAST como GALA pueden adoptar formas muy diferentes, apelando a teorías económicas radicalmente opuestas. En segundo lugar, esta doble categoría no constituye, en el sentido estricto, una auténtica división, puesto que algunas concepciones del desarrollo no se ajustarán a ninguna de las categorías mencionadas, o por el contrario, compartirán ciertos rasgos definitorios con ambas. Nuestra clasificación pretende más bien distinguir las dos corrientes principales de pensamiento en torno a la cuestión del desarrollo, las cuales pueden presentarse de forma más o menos ortodoxa, y las diferencias más básicas entre ambas nos ayudarán a demostrar que ninguna de ellas se encuentra en posiciones extremistas o de aislamiento. En tercer lugar, el presente autor no oculta su simpatía por la concepción GALA, y por consiguiente, interpretaremos algunas de las principales experiencias de desarrollo de acuerdo a dicho enfoque. Empero, nuestro propósito no es el de invalidar la concepción BLAST. En cierto modo, ambas perspectivas deberían compensarse mutuamente. Como veremos a continuación, las variantes de la concepción BLAST han proporcionado, de diversas maneras, los fundamentos para la interpretación tradicional de la naturaleza y los requisitos indispensables del desarrollo. Si el presente trabajo puede aparecer como una crítica de la concepción BLAST, esto se debe en parte al hecho de que sus virtudes han sido magnificadas en exceso. A pesar de lo cual, no negaremos aquí algunas de sus indudablemente valiosas aportaciones.
El desarrollo: una ardua tarea. El papel de la acumulación
El principio del “sacrificio necesario” para la consecución de un futuro mejor es característico de la retórica BLAST. El desarrollo pasa por asumir la existencia de ciertos males contemporáneos. Este enfoque global adopta formas variadas dependiendo de los “sacrificios” que quieran efectuarse, relacionados con unas prestaciones sociales reducidas, gran desigualdad social, autoritarismo, etcétera. De acuerdo con la teoría BLAST, pueden exigirse (al país en cuestión) sangre, sudor y lágrimas de muy diversas maneras. Abundan los ejemplos de los diferentes “sacrificios necesarios”; y aunque las teorías difieran en cuanto a sus preferencias institucionales y políticas, todas ellas comparten una concepción poco benévola del desarrollo, así como la convicción de que una política “laxa” haría descarrilar a largo plazo el proceso del desarrollo.
Una de las múltiples variantes de la concepción BLAST subraya la necesidad de altos niveles de acumulación; el punto de referencia había sido la Unión Soviética y el éxito aparente con que ésta había alcanzado un rápido desarrolló económico a través de la formación de capital. Aparte de sus connotaciones históricas, semejante, digamos, “explosión de la acumulación” se inspiraba en buena parte en la lógica del “modelo de crecimiento”, lo que significaba mantener bajos niveles de vida, por lo menos en un futuro inmediato, para fomentar la acumulación acelerada de capital y el consiguiente crecimiento económico, “resolviendo” así el problema del desarrollo.
En efecto, la primacía del concepto de acumulación de capital ha sido una característica permanente del pensamiento económico de posguerra, remontándose cuando menos a Nurkse (1953), Lewis (1955) y Baran (1957). En aquel entonces, reinaba una perfecta armonía en la literatura sobre el “óptimo de acumulación” (los primeros escritos pertenecen a Ramsey [1928], luego retomados en los años cincuenta por Tinbergen [1956], entre otros). Las “trayectorias de crecimiento óptimo” implicaban a menudo limitar los niveles de bienestar a corto plazo para obtener mayores beneficios en el futuro . Sin embargo, ciertas variantes de este enfoque equiparaban la noción de acumulación de capital con la de formación de capital físico, obviando la importancia de los recursos humanos (formación profesional, educación, etcétera). El protagonismo asignado a la acumulación de capital no constituía un error en sí mismo, sobre todo cuando empezó a tomar relevancia lo que pronto se denominaría “el capital humano” . Todo estudio empírico sobre experiencias exitosas de desarrollo ha demostrado el papel crucial que desempeña la acumulación de capital, en su sentido más amplio, en el desarrollo económico.
Aun así, la teoría de la “explosión de la acumulación” adolece de ciertos defectos, relacionados principalmente con el relativo desinterés que muestra hacia el bienestar y la calidad de vida del presente y del futuro inmediato. En este sentido, no puede eludirse el gravísimo problema de la pobreza, aun cuando exista la posibilidad de proporcionar mayores beneficios a una generación futura más próspera. Tales problemas deberían insertarse dentro del amplio concepto de la “concavidad” de los “objetivos sociales agregados”, tomando como referencia el principio de “preferencia por la igualdad” acuñado por Atkinson (1970). Pero estos temas también requieren que analicemos con detenimiento la naturaleza y el alcance de nuestra responsabilidad social frente a las distintas generaciones (y, dentro de ellas, sus diferentes grupos), considerando prioritaria la prevención de una pobreza que sabemos catastrófica a la vez que absolutamente remediable .
En segundo lugar, la trascendencia de los recursos humanos (y el papel desempeñado por el capital humano”) transforma necesariamente la naturaleza del problema de las “compensaciones intertemporales del bienestar” ya mencionadas. Cuando partimos de un modelo que predica la división de la producción nacional en “consumo” e “inversión”, y de acuerdo con esta fórmula, el bienestar se define en base al consumo, mientras que el crecimiento en base a la inversión (véanse Ramsey [1928] o Tinbergen [1956]), aparece el ya clásico conflicto entre el bienestar presente y el futuro. Aunque este tema ha sido estudiado en profundidad, debemos plantear nuevas fórmulas que tengan en cuenta la correlación existente entre la productividad económica y la educación, la atención de la salud, la alimentación y otros aspectos similares . Es indudable que estos factores tienen un efecto inmediato en el bienestar presente. Por consiguiente, para atender al problema de la “compensación intertemporal” debemos apartamos de la dicotomía de las “decisiones difíciles”, sobre la cual se había basado la literatura sobre el crecimiento óptimo.
En tercer lugar, algunos de los efectos del consumo social, incluidos la educación y la atención de la salud van más allá de la productividad económica y del bienestar inmediato. Por ejemplo, la educación y el empleo remunerado de las mujeres, puede incidir especialmente en la reducción de las desigualdades de género, elemento central del subdesarrollo en muchos lugares del mundo . La formación escolar (y en particular la de las mujeres) y la atención básica de la salud pueden afectar significativamente las tasas de fecundidad y mortalidad, y por lo tanto ser cruciales para el proceso de desarrollo, además de tener considerables efectos potenciales sobre el bienestar y las libertades de las personas durante su vida.
En este contexto, la concepción GALA del desarrollo armoniza de una forma natural la interdependencia existente entre mejorar el bienestar social y estimular la capacidad productiva y el desarrollo potencial de una economía. Y aunque las compensaciones intertemporales y la acumulación de capital perviven en la fórmula presente, al incorporar el factor de interdependencia entre calidad de vida y productividad económica eliminaremos en parte la rígida dicotomía entre el bienestar y la acumulación rápida.
La agresividad en los negocios y el temor a los “corazones blandos”
Obviamente, el ensalzamiento de la expresión “sangre, sudor y lágrimas” en el proceso de desarrollo no estaba ligado a la prioridad de una acumulación independiente, ni siempre estuvo inspirado en la inflexible industrialización soviética. De hecho, una de las más valiosas enseñanzas del desarrollo en su versión más agresiva radicaba en el éxito de la expansión capitalista tradicional después de largos y arduos esfuerzos.
El capitalismo moderno (ahora dotado incluso de un “Estado de bienestar”) ha surgido sin vacilación tras los tiempos difíciles en que William Blake escribía sobre ‘oscuras fábricas satánicas’ y Friedrich Engels (1892) describía la historia brutal de la desigualdad en ‘las condiciones de la clase trabajadora” . Quienes consideran que éste es el modelo a seguir persisten en exigir un trato preferente para los intereses empresariales, con el objeto de incrementar radicalmente la capacidad productiva de una nación, a la vez que se muestran contrarios a renunciar a los beneficios a largo plazo a costa de una prematura política que ellos califican de ‘blanda’; están aterrados ante los perjuicios que podrían resultar de la influencia de los “corazones blandos”.
De acuerdo con este enfoque, priorizar medidas distributivas o equitativas en las etapas tempranas del desarrollo constituiría un craso error. Los beneficios llegarán a todos por igual a su debido tiempo, a través del efecto de la “filtración”; los esfuerzos deliberados por acelerar la distribución (de beneficios) no harían sino obstaculizar la creación de una corriente poderosa capaz de “filtrar” los beneficios prometidos. Aunque rara vez se presenta oficialmente este punto de vista en forma explícita, queda implícito en muchas declaraciones relativas al desarrollo económico. Los adalides de este enfoque no se reducen al grupo de admiradores incondicionales del capitalismo. Una suerte de enseñanza general sobre lo que se considera imprescindible en el “proceso de desarrollo” parece revelarse, en opinión de muchos, en la historia del capitalismo. Así lo demostraban las objeciones de Joan Robinson a las tentativas de intervención del gobierno de Sri Lanka en favor del bienestar en una etapa temprana de su desarrollo (la analogía que se extrajo entonces era la de que Sri Lanka había tratado de “probar la fruta de un árbol” que todavía no había echado raíces); las observaciones (de Robinson) no obedecían a ningún sentimiento de admiración por la “vía ”’ (del desarrollo), sino más bien a la resignada aceptación de la misma.
No puede decirse que Sri Lanka haya registrado grandes progresos en términos de crecimiento económico; ni tampoco ha sido el caso del estado indio de Kerala, que apostó muy pronto por una amplia cobertura de la atención de la salud, la educación, la seguridad social y la reforma agraria igualitaria. Sin embargo, existen otros casos, como el de Corea del Sur o Taiwan, donde la combinación de estas medidas sociales y una mayor liberalización del comercio y el sector empresarial ha logrado en cambio un crecimiento económico rápido junto con una mayor igualdad social y una distribución más equitativa del ingreso. Si bien es cierto que el desarrollo social por sí solo no es capaz de generar crecimiento económico, podemos afirmar en cambio (y disponemos de los datos para hacerlo) que sí estimularía un crecimiento económico rápido e integrador si se complementase con políticas favorables al mercado que fomentaran la expansión económica . La función de la equidad económica también ha sido tema de estudio, en cuanto se refiere a los efectos negativos de la distribución no equitativa de la renta y/o la tierra .
Los estados autoritarios y la supresión de los derechos políticos
Otra modalidad que apuesta por la “vía dura” para el desarrollo considera la supresión de los derechos humanos y otros “sacrificios” relativos a la democracia y los derechos civiles y políticos como necesarios en las etapas tempranas del desarrollo. Existe la creencia general, reiterada hasta la saciedad, de que ciertos estudios empíricos a nivel internacional “demuestran” que los derechos civiles y políticos obstaculizan el crecimiento económico. Lee Ruan Yew, ex-primer ministro de Singapur, enunció una suerte de “teoría general” en torno a este conflicto. La teoría no revela nada nuevo. Hasta las críticas al ‘Estado blando’, expuestas por Gunnar Myrdal en Asian Drama (1964), conducían vagamente a esta clase de interpretaciones .
¿Existe tal conflicto entre el desarrollo económico y los derechos civiles y políticos?. Bien es cierto que algunos estados de carácter autoritario, como Corea del Sur, el Singapur del propio Lee o la China posterior a la reforma, han registrado tasas de crecimiento económico más rápidas que las de otros estados menos autoritarios como India, Costa Rica o Jamaica. Sin embargo, la hipótesis de Lee se basa en datos muy concretos y limitados, en vez de las verificaciones estadísticas globales sobre la amplia información existente. El notable crecimiento económico de los países asiáticos como China o Corea del Sur no es prueba suficiente de que el autoritarismo fomenta el crecimiento económico mejor que, pongamos por caso, Bostwana, uno de los países de crecimiento más rápido tanto de Africa como del resto del mundo, que es al mismo tiempo un auténtico oasis democrático en ese desafortunado continente.
Los estudios estadísticos de carácter sistemático no corroboran la teoría de que existe un enfrentamiento general entre derechos políticos y actividad económica . La naturaleza de dicho enfrentamiento reside en otras condiciones, y aunque algunos estiman que la relación entre ambas variables es débil y negativa, otros la describen en términos francamente positivos. En verdad resulta difícil negar la existencia de una relación entre las dos, cualquiera que sea su naturaleza. Pero dada la relevancia intrínseca de los derechos humanos, es necesario defender su vigencia aun sin demostrar que la democracia fomenta el crecimiento económico. Y, en todo caso, la defensa de un Estado autoritario que niegue los derechos civiles y políticos a su ciudadanía no puede justificarse en base a las estadísticas internacionales relacionadas con las experiencias de crecimiento.
Todo ello nos conduce a pensar que, aparte de los datos estadísticos, hemos de estudiar detenidamente los procesos causales que intervienen en el crecimiento y el desarrollo económico. La política y las condiciones particulares que contribuyeron al éxito de las economías de Asia oriental incluían una competencia sin restricciones, la participación en los mercados internacionales, altos índices de alfabetización y educación, una reforma agraria efectiva, y la incentivación de inversiones, exportaciones y la industrialización. Ningún elemento nos induce a pensar que estas políticas sociales sean inconsistentes con una democracia auténtica, o que puedan llevarse a cabo exclusivamente en regímenes autoritarios como los de Corea del Sur, Singapur o China. Es tentador equiparar antecedentes y causas, pero ello no contribuye a dilucidar los procesos de causalidad que aquí nos interesan.
En este sentido, debemos atender a la vinculación entre los derechos políticos y civiles y la prevención de desastres sociales mayores. Los derechos políticos y civiles tendrían un efecto incentivador a la hora de ligar un gobierno eficiente con el ejercicio de tales derechos . Y ciertas experiencias apuntan en esta dirección.
Hay que señalar que, en la terrible historia del hambre en el mundo, en ningún país dotado de un gobierno democrático y una prensa más o menos libre se han conocido hambrunas de proporciones considerables. Las más notables han tenido lugar en territorios colonizados y gobernados por autoridades imperialistas extranjeras (véase el caso de la India antes de la independencia, o el de Irlanda); en dictaduras militares de corte moderno bajo el control de potentados autoritarios (como Etiopía o Sudan); o en regímenes de partido único donde no se tolera la disidencia política (como la Unión Soviética de los años treinta y la China de la Revolución Cultural; en ambos casos los muertos alcanzaron las decenas de millones: sólo en China probablemente hayan muerto entre 23 y 30 millones de personas durante la hambruna de 1958-1961) . Por el contrario, ningún país dotado de un sistema de elecciones multipartidistas, con partidos de oposición capaces de expresarse como tales, y de una prensa capacitada para informar y poner en tela de juicio la política gubernamental sin temor a ser censurada, ha sido escenario de hambrunas realmente importantes. Esta generalización puede hacerse extensiva no sólo a los países desarrollados de Europa y América, sino también a estados muy pobres, como India, Botswana o Zimbabwe .
Para un gobierno cualquiera resulta extremadamente difícil celebrar elecciones después de una catástrofe social de cierta magnitud, o permanecer inmune a la crítica de los medios de comunicación o de los partidos de la oposición propios de una democracia efectiva. Y el hecho de que ciertos gobernantes, escudados tras el autoritarismo y la censura, puedan “permitirse el lujo” del hambre, conscientes de que su liderazgo no corre peligro alguno, es precisamente lo que explica la persistencia de este fenómeno en el mundo moderno . Si bien ningún gobernante democrático sufre el hambre en carne propia, la democracia de hecho extiende los efectos del hambre a los grupos de poder y los líderes políticos .
Así pues, la función que pueden desempeñar los derechos civiles y políticos en la prevención de catástrofes mayores no debe desdeñarse. Recientemente se ha suscitado un gran debate, acerca de los incentivos económicos en relación con el fracaso de la planificación estatal desmedida y la burocratización excesiva de las empresas públicas, así como de la necesidad de incentivos de mercado y otros incentivos económicos. Los incentivos políticos, por el contrario, no han suscitado la atención que merecen. Cuando todo va sobre ruedas, el papel incentivador de la democracia pasa desapercibido, mientras que cuando las cosas van mal, la función correctiva de la democracia puede constituir un factor decisivo.
Por lo tanto, existen razones para dudar no sólo de la “hipótesis de Lee” – que presume casi invariablemente una relación negativa entre el crecimiento económico y los derechos civiles y políticos – sino también para considerar tales derechos como elementos positivos en el proceso de desarrollo, proveyendo, si llegara el caso, una protección frente a los desastres y a los errores del gobierno. Una vez más, la alternativa GALA nos proporciona un marco más amplio para entender el proceso del desarrollo, frente a la creencia de que los estados autoritarios son supuestamente los precursores de un sólido progreso económico.
Expansión de la capacidad: más allá del capital humano
En los últimos años hemos presenciado cambios significativos en el análisis del crecimiento y el desarrollo económico, cambios que se traducen en la nueva relevancia que se atribuye al “capital humano”. Este cambio ha implicado una vuelta atrás, si bien parcial, a la concepción del desarrollo económico propiciada particularmente en La riqueza de las naciones de Adam Smith (1776), de fundamentación claramente aristotélica. El desarrollo del potencial humano y la función de la división del trabajo y la experiencia constituían el eje central de su análisis de “la riqueza de las naciones” . Este enfoque distaba mucho de parecerse a los primeros modelos de la teoría del crecimiento de posguerra – como, por ejemplo, el modelo Harrod-Domar –, o incluso de los primeros análisis neoclásicos . Sin embargo, los estudios más recientes tienden a reconocer el potencial que albergan las habilidades del hombre, y este ‘nuevo’ desarrollo ha traído consigo el restablecimiento de una corriente de pensamiento antigua y a la vez marginada . Hoy día, se reconoce de forma casi unánime la importancia del capital humano en el desarrollo económico, y así se ha interpretado la experiencia de las economías más productivas del este y sudeste asiático.
El énfasis que se ha asignado al capital humano – en particular al desarrollo de la destreza y la capacidad productiva de toda la población – ha contribuido a suavizar y humanizar la concepción del desarrollo. A pesar de ello, cabe preguntar si el hecho de reconocer la importancia del “capital humano” ayudará a comprender la relevancia de los seres humanos en el proceso de desarrollo. Si en última instancia considerásemos al desarrollo como la ampliación de la capacidad de la población para realizar actividades elegidas (libremente) y valoradas, sería del todo inapropiado ensalzar a los seres humanos como “instrumentos” del desarrollo económico .
Hay una gran diferencia entre los medios y los fines . El reconocimiento del papel que desempeñan las cualidades humanas como motor del crecimiento económico no nos aclara cuál es la meta del mismo. Si, en último término, el objetivo fuera propagar la libertad del hombre para vivir una existencia digna, entonces el papel del crecimiento económico consistiría en proporcionar mayores oportunidades en esta dirección y debería integrarse en una comprensión más básica del proceso de desarrollo.
En consecuencia, la ampliación de la capacidad del ser humano reviste una importancia a la vez directa e indirecta para la consecución del desarrollo. Indirectamente, tal ampliación permitiría estimular la productividad, elevar el crecimiento económico, ampliar las prioridades del desarrollo, y contribuiría a controlar razonablemente el cambio demográfico; directamente, afectaría el ámbito de las libertades humanas, el bienestar social y la calidad de vida tanto por sus valores intrínsecos como por su condición de elemento constitutivo de las mismas .
El alcance de esta cuestión no se reduce a la fundamentación teórica del desarrollo; sus connotaciones prácticas han de plasmarse en el terreno de la política estatal. Si bien la prosperidad económica y una situación demográfica favorable fomentan el bienestar y la libertad de una sociedad, no deja de ser cierto que una mayor educación, prevención y atención de la salud, y otros factores similares afectan las auténticas libertades de que disfruta la población . Estos “avances sociales” deben considerarse como parte del “desarrollo”, dado que nos procuran una existencia más prolongada, libre y fructífera, además de estimular la productividad o el crecimiento económico.
La interpretación tradicional del concepto de “capital humano” tiende a concentrarse en la segunda función que desempeña la ampliación de las capacidades del ser humano, es decir, la de generar ingresos . Y aunque este aspecto no deja de ser importante, a los ingresos habremos de añadir los beneficios y ventajas de tipo “directo” o primario. Dicha ampliación es de naturaleza adicional y acumulativa en vez de una alternativa a la actual noción de “capital humano”. El proceso de desarrollo no es independiente de la ampliación de las capacidades del ser humano, dada la importancia de ésta última a nivel intrínseco e instrumental.
Ponderaciones, valores y participación estatal
Algunos críticos se han mostrado reticentes a ampliar el concepto del desarrollo del simple crecimiento del PIB per cápita, a la ampliación de las capacidades y las libertades humanas. Se ha sugerido la necesidad de valorar en su justa medida las diversas capacidades a las que se hace referencia. T. N. Srinivasan (1994, 239) nos recordaba recientemente, citando a Robert Sugden (1993), que ‘el marco de los ingresos reales incluye una medición operativa para ponderar el costo de los bienes básicos – la medición del valor de cambio –’ y que no existe una “medición operativa” similar para ponderar las capacidades y los diversos aspectos de la calidad de vidas . Cabe preguntarse si es válido reducir nuestra valoración a los bienes y al mercado porque la única alternativa posible es emitir juicios comparativos sobre ventajas personales, en vez de seleccionar información acerca de los diferentes aspectos de la calidad de vida.
Dado que existen precios de mercado para todos y cada uno de los bienes producidos, y que obviamente no es posible tasar la actividad humana, debemos establecer cuál es el valor, en términos de medición, de los precios de mercado. No resulta obvio que al emitir un juicio evaluativo acerca del progreso se eviten decisiones de esta clase atendiendo exclusivamente a la lectura de los precios de mercado y a la medición del valor de cambio. Por un lado, el problema de las externalidades o los mercados inexistentes nos induce a reajustar los precios de mercado, y luego a decidir qué reajustes son necesarios y de qué modo llevaremos a cabo esta operación . En el proceso, no podemos eludir las valoraciones, aun cuando nuestra intención sea la de emplear ante todo la valoración del mercado. Hasta la ceguera del mercado ante el dólar del millonario y el del hombre pobre exige una respuesta, de manera que la “medición del valor de cambio” podrá difícilmente constituir la base automática de toda valoración comparativa .
No menos importante es el hecho de que la “medición del valor de cambio”, si bien demuestra ser perfectamente operativa dentro de su contexto particular, no puede proporcionar comparaciones interpersonales entre las ventajas o el bienestar de diferentes individuos. Ha surgido cierta confusión a raíz de la interpretación defectuosa – nacida de una tradición que, por otra parte, era absolutamente coherente con el contexto en que se forjó – de la noción de “utilidad”, vista como una mera representación numérica de las opciones personales. Esta es, sin duda alguna, una forma más útil de definir la “utilidad” para analizar separadamente el comportamiento del consumo de cada persona, pero no ofrece en sí mismo ningún procedimiento para realizar una comparación interpersonal de carácter sustantivo. La otra cara de la moneda está presentada por Paul Samuelson (1947), que hacía una observación muy elemental (“para describir el intercambio no es necesario hacer comparaciones interpersonales de la utilidad” página 205 de la versión en inglés) para explicar que ni los precios del mercado, ni la dinámica de los intercambios, ni la “medición del valor de cambio” pueden aportar datos útiles para realizar comparaciones interpersonales de la utilidad.
No se trata solamente de refinamiento analítico. La tendencia a emplear la medición del valor de intercambio para realizar comparaciones interpersonales no sólo carece de fundamentación teórica sino que, por añadidura, su puesta en práctica podría llevarnos a omitir datos de vital importancia. Por ejemplo, si el individuo A (que está discapacitado o enfermo) cumple la misma función de demanda que el individuo B (que no está discapacitado o enfermo), sería absurdo dar por supuesto que A extrae la misma utilidad de una serie de bienes que B. Las diferencias de edad, género, talento, discapacidad, proclividad a las enfermedades, etcétera, pueden hacer que dos personas que disfrutan de una misma serie de bienes tengan oportunidades radicalmente distintas. Así pues, hemos de ir más allá de las decisiones de mercado, que aportan poco o nada en el terreno de las comparaciones interpersonales, y emplear datos adicionales, distanciándonos de este modo de la vieja ‘medición del valor de cambio’.
Dado que es ineludible realizar una valoración al efectuar juicios acerca del progreso y el desarrollo, parece indispensable emplear la noción de valor en la forma más explícita posible, y así facilitar su análisis critico y su debate público. La valoración de la calidad de vida así como de las diferentes habilidades del ser humano, debe someterse a debate público como parte del proceso democrático de “elección social”. Al emplear cualquier tipo de referencia – como el índice de desarrollo humano (IDH), el índice de equiparación de géneros propuesto por el PNUD, y otros indicadores agregados similares – se hace indispensable una formulación y articulación explícita que haga que el índice sea susceptible al examen, la crítica y la modificación de la opinión pública. Si optásemos por vías menos transparentes (por ejemplo la de hacer valoraciones de mercado, como si se tratasen de un conjunto de valores inalterables y universales que pudiesen emplearse del mismo modo que una lista de precios) estaríamos escogiendo el camino equivocado, sobre todo si lo que pretendemos es sostener una concepción del desarrollo que gire en torno a la razón y las libertades humanas.
Es importante que las decisiones evaluativas se encuentren sujetas al examen de la sociedad . De hecho, incluso aceptando la consecución de una mayor prosperidad económica como eje central del proceso de desarrollo, no podemos olvidar que tal supuesto se basa en los valores compartidos por la sociedad. Al proponer la forma democrática de elección social como elemento diferenciador fundamental respecto de la concepción BLAST del desarrollo, nos adherimos a un enfoque que ensalza la cooperación, el protagonismo y la difusión de las libertades y la capacidad humanas. Así pues, el rechazo de los regímenes autoritarios que niegan la trascendencia de los derechos humanos (incluso el derecho a convocar o a participar en debates públicos) es uno de los muchos aspectos que repudiamos de esa versión despiadada del proceso de desarrollo.
El giro experimentado en la comprensión del proceso de desarrollo tiene considerables implicaciones. El advenimiento del siglo XXI puede ser una simple coincidencia, pero lo cierto es que en este cambio fundamental ha incidido algo más que el transcurso de los años.
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