La deshonestidad es
definida por la Real Academia de la Lengua Española como: “cualidad de deshonesto”,
una ausencia de honestidad, siendo lo honesto todo aquello que tiene “decencia
o decoro” (RAE, 2020). Cuando se habla de deshonestidad intelectual, usualmente
se hace referencia a un amplio abanico de faltas éticas relacionadas con el
trabajo intelectual; a la falta de rigurosidad deliberada sobre un análisis que
pretende ser objetivo, a la apropiación indebida del trabajo intelectual de
otros, al uso del llamado recurso de autoridad o apelación a la acreditación para
imponer o promover falacias, etc. Pero todas estas expresiones tienen en común la
plena conciencia de quién la ejecuta de la falta que comete, que es el factor
sustantivo que lo diferencia del mero error, es decir, el dolo.
Usualmente al intelectual
se le presume como un crítico o cuestionador informado de las premisas que son socialmente
aceptadas, y su naturaleza por lo general resulta irreverente ante los
compromisos que limiten su búsqueda personal de lo que entiende por verdad,
dentro de su propio equipaje epistemológico, en procesos cognitivos racionales
mediados por las emociones, por más utópica que suene esa pretensión en la
posmodernidad, donde se reconoce la falacia de la posverdad (Haidar, 2018).
Hay sectores cuya exigencia
de honestidad a los intelectuales tiene como marco su responsabilidad ante el mundo,
o mejor dicho, a su debida lealtad ante ciertas ideas sobre el mundo. El deber
de transformar la realidad en vez de sólo interpretarla, era el precepto de
Marx para los filósofos; pero a veces describir o interpretar el mundo, puede
ser igualmente transformador, sin necesidad de aspirar a ser arquitectos del
devenir humano. En ocasiones esa capacidad de transformación del mundo se le
quiere negar a la persona en su propio ejercicio intelectual; cuando el cambio
de posiciones se convierte en una herejía o gesto de supuesta deshonestidad
para sus antiguos seguidores o acompañantes, ya que la sustitución de ideas se
suele asimilan erróneamente como inconsistencia
y debilidad. En este sentido: “El
lector, que ve las dudas del intelectual, empieza a dudar de la calidad de sus
ideas. Si él mismo no se compromete en serio con sus ideas, quizá hay que
pensar que sus ideas no son serias”
(Ovejero, 2004).
A los llamados
intelectuales también se les exige en ocasiones ser “orgánicos”,
en el sentido más amplio dado por Gramsci, que transciende lo cultural para abarcar la
indecencia en el propio diseño y ejercicio del actuar público del Estado. Esa
pretendida responsabilidad los lleva a ser cuestionados cuando dejan de ser
“coadyuvantes a los procesos transformadores”. Es ahí cuando se presenta “el
compromiso de los intelectuales”, y el fantasma de “ese medio camino entre tasar las ideas y tasar el trato con ellas” (Ovejero, 2004). La presión
ejercida en grupos que comparten cercana identidad ideológica, puede resultar
enorme, al punto de hacer sucumbir a la tentación utilitarista de justificar
cualquier cosa por el beneficio de “causas”, que supuestamente superan cualquier contemplación moral “al
por menor”.
Esa organicidad entendida
de forma perniciosa, podría adoptar dos formas: la primera, que no sería
deshonestidad propiamente, sino más bien la creencia en un dogma de fe, más
cercano a la experiencia religiosa; de personas que sólo se entienden en el
mundo desde una perspectiva ideológica y sus categorías, donde obtienen sentido
ontológico y se reafirman emocionalmente en una posición acrítica de “lealtad”,
donde reniegan de todo aquello que contradiga sus axiomas doctrinales. Serían los
"Jobs" bíblicos, para los cuales la evidencia empírica contradictoria
sería sólo una prueba más para su fe. La segunda, representada por los deshonestos
intelectuales propiamente, que reconocen en la intimidad de sus conciencias lo
cuestionable de sus argumentos, pero sacrifican su reputación o credibilidad por
interés crematístico, por conservación de privilegios, o el simple miedo a la
exclusión social de sus grupos identitarios; en pocas palabras, “mercenarios
del pensamiento”. Ambos, aunque por motivos distintos, son igualmente nocivos
cuando defienden pretensiones totalitarias, porque tal como afirma el profesor
cubano Armando Chaguaceda
(2020):
El totalitarismo, del
signo que sea, nos vuelve a todos rehenes. A diferencia de otros despotismos,
que encierran tu cuerpo, el totalitarismo secuestra tu alma. La vida propia y
ajena, la de quienes nos importan, depende siempre de nuestro silencio o
aquiescencia. Es el miedo, acaso el sentimiento más humano -por animal- lo que
sostiene ese orden, luego que el dogma envejece y el entusiasmo pasa. Por eso
entiendo el temor de quienes callan. Porque todos hemos callado, dudado,
temido. La gente, la masa no heroica, trata simplemente de sobrevivir. Lo que
no entenderé es la alabanza, calculada e hipócrita, de quienes llamándose "intelectuales"
y "humanistas", siguen maquillando con su erudición aquel abuso. El
abuso con sus pares, con ellos mismos”.
La defensa de los
derechos humanos en toda su integralidad, muchas veces se enfrenta no sólo a
aquellos que los violan abiertamente sin complejos morales, sino a aquellos que
intentan justificar su violación, minimizarla, relativizarla, o invisibilizarla,
desde el plano argumentativo de una pretendida intelectualidad, por
considerarlo “daño colateral” o un “mal menor” comparado con el progreso de una
“causa” en abstracto. Así la batalla por los derechos humanos se extiende al
campo de la ética en el ejercicio honesto del trabajo intelectual, en pocas
palabras, a la lucha por las conciencias.
CHAGUACEDA,
Armando (2020) Disertaciones sobre totalitarismo. Redes sociales. Universidad
de Guanajuato. México.
HAIDAR, Julieta (2018) Las falacias de la posverdad: desde la
complejidad y la transdisciplinariedad. Oxímora Revista Internacional de Ética
y Política. Núm. 13. jul-dic 2018.
OVEJERO, Félix (2004)
El precio de los intelectuales. Revista de Libros de la Fundación Caja Madrid. Núm.
89, mayo 2004. España.
REAL ACADEMIA ESPAÑOLA (2020): Diccionario de la
lengua española, 23.ª ed. España.
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