Fragmentos de los Secretos de la Casa de Adobe, escrito por Yamile Delgado de Smith EN: Mujeres en el Mundo: Multiculturalismo, Violencia, Trabajo, Literatura y Movimientos Sociales
ISBN: 978-980-12-4591-9
La casa de adobe
Santa
Rosa era el nombre de la casa donde pasé buena parte de mi vida. Mi abuela le
colocó el nombre del pueblo previendo que si llegaba la epidemia de olvido
pudiéramos recordar este nombre. Ahora que he vivido centenares de años, me doy
cuenta que fue una tontería colocar el nombre de Santa Rosa a la casa, para así
recordar el nombre del pueblo: olvido es olvido… con la suerte que nunca llegó
esta epidemia al pueblo.
La
casa donde pasé los primeros centenares de años era una casa de adobe, de
bloques de barro secados al sol y con un rico olor a tierra mojada. Era muy grande,
llena de pasillos y pasadizos secretos. La primera habitación era de mi abuela
Melania,y ésta se comunicaba a través de una puerta secreta con la habitación
de la tía Yoli. Luego de esta habitación venían otras: en una dormían los
huéspedes de paso, y en la otra, mi abuela Melania guardaba sus recuerdos en
una vitrina. Esta habitación me gustaba mucho porque estaba llena de la ropa
que mi abuela vendía a las damas del pueblo de Santa Rosa. Había una habitación
multiuso que se utilizaba para hacer las tareas y jugar en los ratos libres.
Mis hermanos, primos y yo, pasamos en la infancia mucho tiempo allí. En
ocasiones durante la semana porque nuestros padres trabajaban y nos dejaban con
la abuela y la tía Yoli, pero también, muchos fines de semanas y recesos de
clases. En fin, pasábamos allí mucho tiempo haciendo las tareas del colegio y
jugando a las escondidas con los fantasmas. Al final de la casa estaba la
cocina. Era un lugar con todos los tamaños
de
ollas, tazas, platos y cucharas. Todo lo que pueda necesitar una cocinera estaba
disponible, incluyendo artefactos artesanales que elaboraba la tía Yoli para
hacer sus comidas. La cocina último modelo, era un regalo de mamá mandada a
realizar con la paga que recibía por ser maestra de varias escuelas.
Era
grande y espaciosa; colgaban de las paredes ollas y una platera con todos los
tamaños de platos. En una pared colgaba un plato con un retrato de mi abuelo
Fermín, muerto con apenas 113 años. Él era, seguramente, el primero en comer;
aunque ello lo hacía desde la dimensión reservada.
Al
final de la casa estaban los baños junto al patio lleno de plantas y flores; la
jaula de pájaros tenía una codorniz que no hacia otra cosa que poner huevos.
También en el patio (solar como le llamaba la abuela) estaba Canito, un perro
que cuidaba a todos los de la casa y quien mantenía buena relación con los
muertos en pena que merodeaban.
El
mango, un árbol de frutas, era la compañía de Canito (el perro). Lo sembraron
cuando yo ni siquiera pensaba nacer, y creció tanto que atravesó el techo
abriendo un inmenso hueco por donde pasaba el agua cuando llovía.
Las
casas en Santa Rosa solían tener un patio interno. El de mi abuela estaba lleno
de helechos y flores que se disfrutaban desde toda la casa rodeada de pasillos.
El patio interno daba a los cuartos y un recibo que tenía muebles de tela color
púrpura y madera negra. La abuela los cuidaba como si se tratara de una herencia
de los zares de la familia Romanov o de la dinastía Ming. Cuidaba los muebles
por ser éstos el último regalo que su difunto esposo le dio en vida. Junto al
recibo estaba la mecedora en donde mi abuela, Doña Melania, pasaba buena parte
de su tiempo, y allí estaba yo haciéndole compañía ese domingo.
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